lunes, octubre 03, 2005

1. El comienzo

Acabo de leer El escritor argentino y la tradición, una conferencia de Borges publicada en Discusión.

Lo he leído con anterioridad al momento en que pienso comenzar a escribir. Lo he leído como buscando una respuesta sin saber la pregunta.

He leído también otras cosas: varias notas publicadas en Todo es Historia; La guerra al Malón del Comandante Prado, novela en la que relata su experiencia como soldado en las Campañas al Desierto; de a jirones Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martínez Estrada; Soy Roca de Félix Luna. Espera, con paciencia de libro, cerca de mi mesa de luz, una edición lujosa del Martín Fierro.

Además de estas lecturas, y de las que espero hacer, siento que he abierto mis sentidos a la percepción de todo aquello que me pudiera acercar al espacio de los personajes y de las circunstancias sobre las que me propongo decir algo (y aquí digo espacio no como ese concepto físico que se utiliza en la mecánica, tal vez debiera decir ambiente que es el conjunto de las sensaciones, ideas, creencias en que imbuimos las cosas cotidianas.) Debo expresar también que estoy oyendo música: unos tanguitos hermosamente interpretados por Miguel Ángel Barcos.

Y ahora quiero comentar algo importante. Yo soy el instrumento, pero este instrumento está formado por una historia y no me será fácil desligarme de ella. Seguramente se jugarán mis rencores, mis compromisos, mis aprendizajes. Porque cada persona es el amasado de muchas cosas, como las capas geológicas de una montaña que develan en sus rayas la huella de acontecimientos pasados.

Entonces comenzaré contando que vine a la Patagonia hace poco más de diez años, salvo unas esporádicas pasadas por Bariloche, algunas recorridas por el Alto Valle y viajes a Alicurá durante la construcción de la represa, no la conozco.

Viene a mi memoria la primera vez que pisé esto, allá por 1985-86. Después de Bahía Blanca el avión no tomó demasiada altura, se distinguía claramente la costa del mar. Nunca había visto antes las salinas y mucho menos desde arriba. La luz se quiebra en los cristales de la sal y uno las ve de unos rosa que parecen más la pintura sin mezclar en una paleta de acrílicos que un color propio de la naturaleza. El interior del avión, todo ese plástico, toda esa tecnología, la voz del comandante que habla en inglés, ver el horizonte del planeta, las ciudades desde el cielo me hacen sentir que pertenezco a otro mundo. Otras veces he percibido esa divertida sensación de ajenidad. Mucho después de aquél viaje, que terminó en una caminata por la pista de aterrizaje atravesada por cardos rusos, y enfrentando a un viento como no había conocido antes, después aún que hubiera decidido venir y quedarme, después que hubiera perdido algunos seres queridos comencé a percibir un algo especial que no me atrevo a denominar. Lo más intenso deben haber sido, tal vez, mis caminatas nocturnas por la orilla del río, diez años después de mi arraigo. Caminaba y pensaba. El espectáculo solitario del río, ese frío invernal, la superficie escamada del agua, el reflejo de las luces de Patagones y a veces de la luna, la frecuente niebla y la compañía, definitivamente perdida, de Homero, mi perro, habrán sido tal vez el aditamento final.

En estas capas que soy yo, están mi infancia en La Plata, el colegio, la historia de mi país, atravesada por el peronismo, los escasos gobiernos democráticos y los sucesivos, nefastos y reiterados gobiernos militares. Educada en un mundo con raíces en la moralina victoriana que trataba de evolucionar rápidamente hacia la modernidad, pero que termina en el absurdo de la posmodernidad; que conmemora la salida del colonialismo pero que entra en nuevas formas de colonizaje económico, no menos vergonzante y opresor que aquél recitado en las clases de historia del Liceo Víctor Mercante. Así la mirada que ponga sobre esta historia que prometo contar será la de una mujer con una vida feliz de familia pero amarga de ciudadana y sobre todo embriagada de una perplejidad borgesiana.